Entrevista al presidente del Consejo para la Transparencia
Como dicen por ahí: “es la raza la mala”.
Como dicen por ahí: “es la raza la mala”.
De inocencia e incompetencia.
A quien le interese ver el resto del segmento, incluyendo la brillante imputación de Patricio Navia, puede verlo acá.
En 1946 el economista austriaco Henry Hazlitt publicaba su magnum opus: La economía en una lección.
El libro representa, desde luego, una de las obras cumbre de la llamada escuela económica austriaca. Pero su gran acierto, como ya deja entrever el título, no radica tanto en exponer los principios que fundamentan el pensamiento de dicha escuela, como en enseñar de forma didáctica, incluso al mayor de los legos, cuál es el error más común en que incurren los malos economistas (hoy por hoy diríamos que estos probablemente sean la mayoría, considerando el alzamiento del keynesianismo como religión universal) y cuál es, por tanto, la lección más importante que debiera aprender un buen economista.
La lección en cuestión es la siguiente: antes de que el político, el burócrata o el economista de turno implemente una política pública determinada, debe considerar no solo las consecuencias más inmediatas y sus implicancias en el grupo o entorno específico al que afectará de forma directa; por el contrario, debe tomar en cuenta cuáles serán los efectos indirectos a lo largo del tiempo y cómo incidirá dicha medida en el contexto general de la población.
El aleteo de una mariposa genera un huracán al otro lado del mundo, diría alguien con pretensiones poéticas.
Esta obviedad incluso científica, que no es otra cosa que una manifestación de la verdad natural de que las causas tienen efectos más allá de lo que podemos observar en el entorno inmediato y tiempo más próximo, no es tan obvia, sin embargo, cuando hablamos de economía. Por algo debió Hazlitt recordar a los airados defensores del Leviatán cómo sus supuestamente bienintencionadas pero finalmente falaces ideas, tendientes siempre a favorecer al poder estatal y desmejorar la libertad de los ciudadanos, omitían un principio tan básico.
Lamentablemente, hoy en día observamos que esta lección esencial no solo es olvidada en el área de la ciencia económica, sino incluso en la política nacional.
Y es que esa es la dramática verdad que hoy tienen que afrontar, comprender y asumir tanto Boric como sus electores.
Porque cuando observamos el abrasador e inclemente fuego que ha arrasado miles de hectáreas en la -por decir lo menos- conflictiva Macrozona Sur, con pérdidas que se traducen no solo en cuantiosas mermas económicas -lo que ya de por sí constituye una tragedia- sino además en la destrucción de escuelitas, hogares e incluso vidas, por culpa de acciones cuanto menos delincuenciales y cuanto más terroristas*, tenemos el deber de recordar cuáles fueron las decisiones y señales políticas adoptadas y enviadas en el pasado reciente que nos llevaron hasta este escenario dantesco por el que hoy, curiosamente, todos rasgan vestiduras, ignorando deliberada o inocentemente, por lo demás, su propia responsabilidad en este resultado.
Dicho en otros términos, ¿cómo es que llegamos aquí?
Si nos ponemos excesivamente quisquillosos y causalistas podríamos llegar al absurdo de remontarnos varias décadas atrás. Más aún: dependiendo del grado de odiosidad -u ociosidad- de cada uno, podríamos llegar varios siglos atrás, hasta la conquista española o, incluso, aquellos tiempos en que los araucanos usurparon a las poblaciones indígenas preexistentes los territorios de la hoy llamada macrozona sur. Después de todo, como diría un viejo profesor de historia del derecho (en un no muy sofisticado sofisma para argumentar a favor de la aparente generación espontánea del golpe del ‘73): si seguimos ese camino podríamos llegar hasta Adán y Eva.
No hace falta ir tan atrás. Cuando uno mira el pasado político reciente de nuestro triste país, encuentra un punto de inflexión obvio que resulta ser la chispa que da inicio al fuego político en que lenta y lamentablemente seguimos cocinándonos.
Me refiero, desde luego, a la insurrección del 18 de octubre de 2019 y el subsiguiente intento fallido de golpe blando, el proceso al que la izquierda radical chilena eufemística e infructuosamente le gusta llamar “revuelta popular”.
Y es que cuando aquella parte de la casta política que hoy al fin se encuentra en el poder, con cinismo no solo avala, sino que legitima e incluso promueve activamente la violencia política (a veces de forma torpe y juvenil, como el adolescente que no alcanza a dimensionar las consecuencias de aquellos actos espontáneos suyos que surgen como fruto de una efervescencia anímica temporal; a veces de forma cuasipsicopática, como el adulto que sabe perfectamente del mal que hace y aún así persevera), cuando, bien digo, avalan, legitiman y promueven activamente la violencia política, casos como el del desastre incendiario en la macrozona sur surgen de forma natural como parte de las consecuencias que tarde o temprano y de forma inevitable aquellos hechos acarrearán, por mucho que esas consecuencias no pudieran haber sido específicamente previstas.
El curso causal entre los hechos de aquel octubre y lo que sufrimos en el sur a día de hoy es, si hace falta explicarlo, bastante obvio: en la medida que se permitió y promovió el lumpen y el terrorismo (con una afectación sistemática de los derechos fundamentales e incluso la salud mental de la población, de la que nadie se hizo cargo jamás y que parece ser tabú hasta el día de hoy), se envió una señal clara e inequívoca, de magnitudes sin parangón en los últimos 30 años, a perpetradores de delitos de la más diversa entidad y por cierto a los grupos terroristas que asedian el sur de Chile.
¿Y cuál es esa señal? Pues que el Estado (cuya raison d’être es precisamente garantizar el cumplimiento del principio de no agresión entre las personas para que podamos tener una convivencia pacífica) no solo era poco eficaz en la persecución y prevención del delito, sino que no estaba dispuesto a usar su legítimo mazo para aplastar a delincuentes y terroristas y, más aún, toleraría su accionar.
Si encima tenemos representantes del poder político que promueven y defienden activamente el accionar criminal de aquellos con consignas populacheras y abiertamente mentirosas, como “no criminalicemos la protesta social”, ¿acaso no es evidente que, como se diría de forma coloquial, el chancho está tirado? Cuando el único desincentivo para delinquir que tiene un terrorista o un delincuente común es la perspectiva de una persecución penal que acabará con su libertad individual, y esta desaparece del horizonte de probables resultados, ¿qué razones le quedan a aquellos para no delinquir?
La respuesta es obvia: ninguna en absoluto.
Así, cabe afirmar que evidentemente existe una responsabilidad política del gobernante de turno -y de la revoltosa coalición que lidera-; un actual Presidente de la República y otrora diputado, por lo demás, cuyo historial de voto fue inequívoca y sistemáticamente contrario a la persecución del delito, ¡incluso a la hora de votar el agravamiento de penas para quienes atentaran contra sus hoy heroicos bomberos! (No comentemos ya el infame y -afortunadamente para Boric- olvidado episodio de los indultos a terroristas y delincuentes reincidentes.)
Sin embargo, hay también aquí una gran cuota de responsabilidad cívica que recae sobre una buena parte de la sociedad chilena que no solo apoyó de forma entusiasta, víctima del engaño político y la ingeniería social, el proceso insurreccional del 2019, con sus métodos barbáricos y consecuencias funestas, sino que además eligió al actual Presidente.
No podemos obviar que siempre se tuvo a la vista un candidato que se vendió a sí mismo como de izquierda ultra y cuya fama le precede, con un historial de votaciones en la Cámara de Diputados, como ya hemos visto, sistemáticamente contrarias a la persecución del delito, y que además quiso llegar al gobierno con la promesa expresa de indultar a los poquísimos delincuentes que el Estado chileno capturó durante la barbarie del 2019. Tampoco se puede obviar que, precisamente por lo anterior, ninguno de sus electores tiene la oportunidad de alegar ignorancia o acaso inocencia.
Ahora bien, no se trata, desde luego, de responsabilizar a quienes hayan votado por el presidente en ejercicio, de cada acción y/u omisión perniciosa en que este último incurra a lo largo de su administración; más que mal, nadie cuenta con una bola de cristal que le permita predecir con certeza cuál será el comportamiento de su candidato a lo largo de todo su mandato, en caso de llegar al cargo. ¿Pero qué pasa cuando a este le preceden, insisto, no solo la fama, sino cada una de sus declaraciones y acciones concretas? ¿Y cuando incluso forma parte de sus expresas promesas de campaña el indultar a delincuentes?
En cualquier caso, de lo que sí se les puede responsabilizar a aquellos chilenos es de haber promovido alegre e inadvertidamente el mentado proceso insurreccional, cuya huella se remonta ya casi cuatro años atrás y cuyas secuelas se siguen observando hasta el día de hoy.
De nuevo, la lección de Hazlitt: hay que entender que las causas tienen efectos, y que estos son más duraderos e incluso imperceptibles en lo inmediato de lo que nuestra cortoplacista mirada nos permite ver. Tanto en economía como en política, el desconocimiento de este principio natural resulta catastrófico.
Es tiempo de que tanto nuestros gobernantes padecientes de adolescencia tardía como sus gobernados comprendan al fin -rasgo de la adultez- la tremenda responsabilidad que les cabe y cómo nuestros actos generan consecuencias, aun cuando pretendan desentenderse de los primeros o no sean capaces de prever cuáles serán estas últimas en particular.
Y sí, sostengo que resulta absurdo, en este contexto, pretender alegar ignorancia de las secuelas particulares de un hecho determinado. Aducir algo diferente sería como afirmar que un flaite que se emborracha, consume unos cuantos gramos de “tussi” y se sube a un vehículo para salir disparado a 170 km/h por las calles de Santiago, no sabía que iba a atropellar en el camino a un anciano de 75 años, dos perros y pasar a llevar un poste que dejaría sin luz a una población completa.
El pasado octubre, a tres años de la debacle, Lucy Oporto, la filósofa allendista de la Universidad de Valparaíso, sostuvo acertadamente que hoy existe en la sociedad chilena “un clima de descomposición y hasta de locura” y que el país “está más desastroso que hace tres años” (Carlos Peña, en un tenor similar y por las mismas fechas, también afirmó: “Chile está convertido en un desastre”, pero como ya sabemos, hasta ahí no más le llegaba la cordura).
Toca recordar que nada de esto surgió por generación espontánea. Lo cierto es que la progresiva erosión del Estado de Derecho y de la tradición pacífica que existía en Chile en décadas anteriores -aun con todos los defectos de su democracia-, es una sucesión de eventos cuyo origen inequívoco se encuentra en ese punto de inflexión y quebrantamiento institucional y de la convivencia nacional llamado 18 de octubre, al cual una gran proporción de chilenos, de forma entusiasta a la vez que torpe, adscribió.
Con todo, como parte de quienes humildemente y dentro de nuestras posibilidades intentamos advertir acerca del precedente crítico que en materia política y de seguridad se estaba sentando, así como las todavía imprevisibles consecuencias que de ese proceso iban a derivar, debo añadir que estos incendios intencionales en la zona sur están lejos de ser lo peor a lo que nos podríamos enfrentar en los próximos años.
Hemos visto ya que ese flaite santiaguino borracho ha arrollado a una persona, dos perros y derribado un poste, pero aún sigue a la fuga. Cuántos más pueda matar en el camino o qué peores fechorías, incluso, podría llegar en ese estado a realizar, aún está por verse.
Recuerden: el chancho está tirado.
* A estas alturas ya no existen dudas sobre el origen intencional de varios focos de incendio y bastará haber leído cualquier periódico durante los últimos 7 días para contar con información seria. Con todo, aquí hay algunas fuentes que aportan datos precisos: 1, 2, 3, 4 y 5.
(2 de noviembre de 2022)
Conozcan al Partido Sintético de Dinamarca, el primero en su tipo en contar con una “inteligencia” artificial como líder político. Por si fuera poco, “Líder Lars” aspiraba a obtener un escaño en las elecciones generales danesas del pasado 1 de noviembre. SPOILER ALERT: didn’t happen.
Escúchalo en:
Como cualquier hombre que pretenda salvaguardar su salud mental, hoy me mantengo algo alejado de la contingencia política más inmediata, cortoplacista y partisana. Lamentablemente, la discusión de grandes ideas jamás existió en Chile, y si acaso algún atisbo de eso llegó a haber en algún momento en el debate público, qué duda cabe de que, tratándose de este último, hoy en día —intento de revolución mediante— solo se ventila y pisamos mierda.
Ahora bien, desde luego un saludable distanciamiento de la realpolitik criolla no necesariamente implica ignorancia deliberada de los procesos políticos y sociales en curso. Sin ir más lejos, creo que el no andar pendiente de nimiedades cotidianas (como el último “desliz” en la imagen de Boric o su último “exabrupto” discursivo) permite, justamente, no entramparse en la irrelevancia de los árboles y ver el bosque con algo más de perspectiva.
Si hay alguien en Chile que supuestamente encarna la imagen de ese observador agudo y que intentaría apreciar el cuadro general con lucidez, ese es Carlos Peña. Guste o no, y como un jovenzuelo y aún desconocido Daniel Mansuy hubiera escrito hace doce años (recomiendo encarecidamente esa columna a modo de prólogo), nadie puede permanecer indiferente ante lo que el “intelectual más influyente de Chile” tenga que decir. Por más que pese a muchos, es el rector quien sigue siendo el que pautea la discusión política en la sobremesa dominical y los intercambios epistolares de El Mercurio a lo largo de la semana.
Precisamente porque no me desvivo por la contingencia política es que me excuso de haber tardado tanto en leer la entrevista a Peña que La Tercera hubiera publicado en vísperas del 18 de octubre. Y si la había guardado para leerla en algún momento era porque el bait del titular, después de todo, prometía.
“Chile está convertido en un desastre. Yo no sé cómo no lo advierten”, sentenciaba con gravedad el abogado y sociólogo.
Si dicen que el diario del día anterior se usa para envolver pescado, supongo que el de hace más de una semana derechamente no existe. Con todo, me parecía que la lectura de una entrevista así de “antigua” al intelectual más influyente de Chile era necesaria, y constituye parte de ese genuino y humilde esfuerzo propio por mantenerme atento al bosque.
Ahora bien, si uno se quedara con la primera mitad de la entrevista, se encontraría con varias ideas bastante sensatas, saliendo de la boca del mismo liberal que hubiera publicado “Lo que el dinero sí puede comprar” dos años antes de la asonada octubrista del 2019.
Es así que en esa primera parte asistimos a la exposición de algunas ideas —muchas de estas ya planteadas con anterioridad por el susodicho hasta el cansancio— difícilmente cuestionables, tales como la penca intelectualidad chilena, lo cobardes que fueron tantos frente a la perspectiva de las funas u otras formas de lumpen intelectual, los simplismos en el “análisis” o diagnóstico de esos mismos intelectuales para explicar la asonada del 18 de octubre y todo lo que vino después, la complicidad de la Academia, la inexcusable legitimación de la violencia y el terrorismo, la falta de conducción política y visión de largo plazo de nuestros gobernantes, la frustración de las expectativas socioeconómicas de las capas medias como producto de la modernización capitalista (aspecto al que Peña le atribuye el mayor grado de causalidad de lo que fue el 18 de octubre, cosa que no necesariamente comparto), el mito de la desigualdad, la cuestión generacional, el absurdo entusiasmo que la juventud despierta en el resto de la población, la anomia de nuestra sociedad, la grave omisión de un verdadero carácter educativo en la propia institucionalidad “educativa” chilena, la irracionalidad de las masas y la sublimación de las pulsiones más primitivas del individuo entre grandes grupos, así como el verdadero “circo” que fue la llamada Convención Constituyente (a la que el propio Peña, por lo demás, también dedica términos tan generosos como “corral” y “payaseo”).
Sin embargo, y de forma inexplicable, de pronto aparecen algunos planteamientos —les llamaré cariñosamente “aberraciones”— que son como para arrancarse las mechas e, incluso, llegar a dudar si acaso en algún momento la periodista no se habría descuidado y Carlos Peña habría sido sustituido por un deficitario döppelganger; uno al cual, por lo demás, le habrían escrito mal el libreto para terminar reemplazando el discurso republicano y liberal del original por un trasnochado y juvenil marxismo posmo.
Me refiero a vicios que el propio Peña denuncia en otros intelectuales y en los que él mismo, al parecer de forma inadvertida, incurre.
Y es que, salvo que se trate realmente de un impostor, o de un fugaz episodio de bipolaridad, simplenmente no puede borrarse con el codo lo escrito con la mano apenas minutos atrás.
Así, en octubre de 2022 Carlos Peña parece conseguir al fin lo impensable: la mofa y el desacuerdo simultáneo tanto de parte de marxistas como liberales.
Para examinar esas peculiares ideas, me permitiré transcribir una cita textual que procederemos a desgranar bajo una lupa crítica.
Para contextualizar: tras calificar el patético espectáculo que fue el órgano constituyente de todas las maneras posibles, la candidez propia del intelectual (para quien la entelequia de las ideas filosófico-políticas a veces constituye un faro demasiado enceguecedor cuando de procesar la burda realidad política se trata), la candidez propia del intelectual, reitero, parece pasarle factura a Peña. Así, a reglón seguido, este último afirma:
“Lo que ocurrió con la Convención es doble: por una parte fue un payaseo. No fue un foro, fue un corral. Pero al mismo tiempo, quienes estaban allí representaban parte de la sociedad chilena que nos negábamos a ver. Entonces, esta doble dimensión tiene que llamarnos a reflexionar. Es verdad que fue un circo, pero al mismo tiempo allí se expresaron identidades, formas de vida, intereses a los que tenemos que poner atención.
¿No parecía que sería tan circense?
Yo pensé que iba a ser más violento, pero fue más pintoresco que violento. Pero, a pesar de todo, hay ciertos frutos. Arrojó una especie de consenso subyacente en la sociedad chilena que cualquier proceso a futuro debiera recoger: la idea de que necesitamos derechos sociales no se puede abandonar, porque tienen la virtud de ser un compromiso de la sociedad por que la clase no tenga la última palabra en la vida de las personas. Esto es un compromiso por que haya una directriz integradora que modere el principio divisivo de la clase. Yo creo que es un consenso. Lo otro que también rescataría es la necesidad de reconocimiento de los pueblos originarios, y la tercera, es la paridad. Hay que distribuir las posiciones de poder atendiendo a la desventaja histórica que el género introduce”.
Vamos viendo.
Para Peña, el gran valor del experimento constituyente habría sido lo que siúticamente denomina “la expresión de identidades, formas de vida e intereses”.
Aquí cuesta entender si Peña:
a) Solo formula una enrevesada justificación sociológica para porfiar en el apoyo a un fracasado experimento jurídico-político que él mismo apoyó (¡y que aún insiste en apoyar!), en lo que para cualquier economista no constituiría más que un triste caso de falacia de costo hundido; o
b) genuinamente enaltece aquello como una supuesta virtud de la Convención, creyendo a pies juntillas que la exposición de diversos y anecdóticos relatos identitarios y minoritarios —llenos de ribetes performáticos y cuasipsiquiátricos— en el seno de lo que él mismo reconoce debiera haber sido un foro, constituiría un valor en sí mismo. De esta forma, el gran legado de la Constituyente sería haberse erigido como una suerte de pintoresco zoológico humano, en que especies con pelajes de distinto color y disfraces habrían ido a lucirse para decir a la sociedad chilena: hola, existo y necesito atención.
¿Verá realmente Peña algo valioso en semejante fauna, habida cuenta de que hoy el consenso político parece adjudicar en buena medida la responsabilidad del fracaso de la Constituyente precisamente a un enaltecimiento de idiosincrasias y visiones de mundo muy vistozas pero en absoluto representativas? (Enaltecimiento de políticas identitarias que, por lo demás, el mismo Peña calificará más tarde como un “extremo totalmente absurdo”.) Resulta difícil saberlo.
Ahora bien, si partimos de la presunción de buena fe y creemos que para Peña, aquel es realmente un logro encomiable y fundamental para la sociedad chilena, aún al costo de gastar millones de dólares en un proceso jurídico-político inconducente, parecería que para el intelectual más influyente de Chile resulta más importante contar a su disposición con una pasarela sobre la que puedan desfilar animales exóticos a los que analizar desde la torre de marfil de la sociología o el columnismo dominical, antes que contribuir, desde el mundo de las ideas, a sacar a Chile del agujero político-económico en que se encuentra y que a él, según dice, tanto le preocuparía.
Peña no solo es explícito en cuanto a su apoyo a una idea que hoy ya ni siquiera merece reparos desde la nefasta “derecha” chilena, sino que se suma a esa soberbia narrativa que da el tema de los llamados “derechos sociales” por sentado.
Incluso, releyendo la cita, tenemos que llega a hablar de un “consenso subyacente en la sociedad chilena”. Y como guinda de la torta, hasta se permite introducir entremedio el concepto de “clase”, como insinuando que si no es por medio de una consagración constitucional de supuestos derechos sociales, las divisiones entre dichas clases estarían llamadas a permanecer pétreas y sus respectivos integrantes fijos en sus confines, convirtiendo probablemente, por lo demás, a quien no comulgue con dicha idea en un clasista.
El manido tema de los llamados “derechos sociales” da en sí para un texto aparte. Por de pronto, baste decir que no existe el “consenso subyacente en la sociedad chilena” que Peña dice ver; solo hay un consenso subyacente en la clase política, lo que, desde luego, es muy distinto.
Donde sí existiría, naturalmente, un consenso en la sociedad chilena es en la idea de que las personas que lamentablemente aún dependen del Estado para la satisfacción de ciertas necesidades humanas, merecen, a cambio de los recursos que el propio Estado les quita, prestaciones muchísimo mejores.
¿Por qué tendría que implicar esto último una consagración del derecho a aquello o a esto otro en un poético catálogo de derechos en la Carta Fundamental, cuando el problema de fondo radica en el millonario, abusivo, obsceno e inmoral derroche de recursos fiscales mal gastados? Parte de esos misterios que, aún a día de hoy, siguen sin respuesta desde ningún sector político.
Peña dice que: “Hay que distribuir las posiciones de poder atendiendo a la desventaja histórica que el género introduce”.
Con ustedes… Carlos Peña, el liberal.
Sorprende que el mismo que hasta este punto venía denunciando los simplismos de los diagnósticos de la intelectualidad chilena, de pronto caiga en la repetición de cuñas de raigambre marxista y posmoderna sin ofrecer mayores explicaciones.
Tragándose completito el discurso de las féminas como grupo político oprimido, Peña denuncia una supuesta desventaja histórica basada en el género. ¿Qué desventaja histórica sería aquella, considerando que desde hace tantas décadas el ordenamiento jurídico chileno garantiza a hombres y mujeres igualdad de derechos? ¿Qué obsta que una mujer con suficiente interés y esfuerzo pueda hoy no solo ser parte activa de la política, sino incluso presidir partidos, coaliciones o llegar a ser Presidente de la República dos veces? Vaya uno a saber.
Según el diccionario de la Real Academia, “anomia” puede definirse como la “ausencia de ley”. En su segunda acepción, se trataría del “conjunto de situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación”.
Carlos Peña, que sostiene buena parte de su discurso sobre la idea, precisamente, de la anomia que impera en el Chile actual, y que dice ser defensor de una visión liberal de la democracia, llama a establecer nuevamente, de forma forzosa y mediante el imperio de la ley, la llamada “paridad”, en lo que a todas luces constituye una violación de los principios republicanos más básicos, a saber la igualdad ante la ley y la soberanía del voto.
Realmente, ¿hace falta explicar por qué no resulta lícito que si diez personas votan por Juanito Pérez y solo dos por Rosita Cortés, se determine la invalidez de los primeros votos y se les niegue a los sufragantes su manifestación de voluntad soberana, nada más porque no eligieron a una candidata cuyo único “mérito” es usar calzones en vez de calzoncillos? Delirante.
Para reafirmar la liviandad con que Peña hoy en día se suma a la propuesta de fórmulas políticamente correctas, pero al fin y al cabo ilícitas (contribuyendo así, precisamente, al clima de anomia imperante que denuncia), me permito citar un pasaje adicional de la entrevista, en que se le pregunta por la forma en que el fallido proceso constitucional ha continuado entre los pasillos del Congreso hasta estos días:
“¿Es presentable que hoy en día la clase política haga este proceso y se salte una convención cien por ciento electa, sino que más bien se hace este texto, se plebiscita y ya?
Esta pregunta puede ser respondida en dos planos: en el plano conceptual, puramente normativo, creo que no, porque la sociedad ya se pronunció en un plebiscito por una convención y eso podría contribuir a mayor legitimidad del acuerdo que se adopta”.
Por supuesto, lo que Peña opina aquí parte de la base de una interpretación tremendamente falaz, jurídicamente incorrecta y repetida por nuestros queridos políticos hasta el cansancio, i.e. la idea de que, en la medida que menos de seis millones de chilenos habrían votado “apruebo” en el plebiscito de entrada hace más de un año, se habría constituido una suerte de manifestación soberana sagrada, inmutable y permanente que tarde o temprano deberá cumplirse de una forma u otra, como si se tratara de una asamblea universitaria en la que se repite una votación de forma reiterada hasta obtener el resultado deseado.
No profundizaremos en ese absurdo porque, dada la cantidad de paño jurídico y lógico-argumentativo que habría que cortar, también merecería un texto aparte. Por ahora, baste señalar que la patudez de decir que algo que no sea una convención cien por ciento electa “no es presentable” (¡incluso en un aspecto “conceptual o puramente normativo”, cuando se estaría contraviniendo no solo el texto expreso de la Constitución vigente, sino el propio acuerdo político primigenio que dio origen a todo esto!), siendo Peña además abogado, es para tirarse de las mechas.
Me permito transcribir una última cita a propósito, precisamente, de la continuación de un inoficioso proceso constituyente:
“¿Cuál sería la fórmula deseable para usted?
Lo que me parecería más razonable es una elección con un buen sistema electoral, similar a los diputados, que garantice paridad, con escaños reservados en proporción al lugar que tienen en el padrón los pueblos originarios. Que esa convención tenga un tiempo acotado y que trabaje, por ejemplo, sobre un borrador o asistida por expertos, pero a condición de que ellos tengan la última palabra. Eso es perfectamente posible. Y con plebiscito.”
Dejaremos pasar por razones de extensión y reiteración lo que Peña afirma en cuanto a la llamada “paridad” y los llamados “escaños reservados”.
Lo que resulta inaudito y digno de relectura es que Peña califique el sistema electoral de la Cámara de Diputados, que es precisamente el que ya operó en nuestra surrealista experiencia de elección de constituyentes, como “bueno”.
Cuesta imaginarse bajo qué parámetros Peña calificará dicho sistema como “bueno”. Por de pronto, si consideramos que gracias a ese “buen sistema electoral” se obtuvo una Convención integrada, al margen de la “anécdota”, no solo por un dinosaurio, un Rojas Vade y una “Tía Pikachu”, sino por un 80% de miembros cuyas votaciones no llegaron siquiera al 10%, generando como consecuencia una instancia con todas las probabilidades en contra de su trabajo ya desde el origen por razones de legitimidad, parece justo decir que el sistema D’Hont (como si el propio circo del Congreso Nacional no hablara suficientemente por sí mismo) es todo menos “bueno”.
A menos, claro, que, insisto, la prioridad para Peña fuera contar con un verdadero zoológico humano a su disposición, que sea lo más variopinto posible y sobre el que pueda divertirse elucubrando toda suerte de teorías sociológicas.
Por lo demás, decía Rita Mae Brown en su novela Sudden Death que “la locura es hacer lo mismo una y otra vez, pero esperando resultados diferentes”. Abstrayéndonos de la necedad de porfiar en una discusión constitucional inconducente y a estas alturas irrelevante, y de los aspectos de ilicitud formal e ilegitimad ya esbozados, ¿por qué creería Carlos Peña que la reiteración de una fórmula electoral idéntica a la tristemente ya ensayada, esta vez sí daría resultados satisfactorios? Indudablemente, se trata de algo que excede mis competencias de psicólogo aficionado.
Uno de los últimos puntos que plantea Peña, y que de hecho permea toda la entrevista, dice relación con su constante alusión a la necesidad del restablecimiento de la autoridad. Cuando la anomia y el deterioro del llamado “tejido social” resulta manifiestos, y la delincuencia y el crimen organizado hacen que Ciudad Gótica parezca Ginebra al lado de Santiago, aquello resulta obvio.
Así y todo, ¿cómo podría dejar de pensarse que el rector borra con el codo lo escrito con la mano, cuando reivindica la autoridad pero, al fin y al cabo, no solo validó, sino que defendió activamente —y aún persevera en eso— un proceso constituyente que fue fruto directo de un intento de golpe blando, con vandalismo, violencia política y terrorismo incluidos?
No sé al final si vale la pena elucubrar teorías sobre Peña como individuo: si le cambiaron las pastillas; si sufre un irresoluto debate interno entre el oficio de observador y sociólogo y el de abogado e intelectual incidente en política contingente; si atraviesa por una crisis ideológica, un simple desgaste profesional o un agotamiento intelectual que lo ha hecho proclive a caer en los simplismos de diagnóstico que él mismo denunciaba en los demás.
Lo que me parece sintomático y genuinamente lamentable es el hecho de que, con todas las salvedades y diferencias de opinión que uno pudiera encontrar con el rector, este siempre representó un faro de relativa lucidez y perspectiva en la plana y penca intelectualidad chilena. (No en vano Carlos Peña fue uno de los pocos, junto a otros como la licenciada en filosofía y socialista Lucy Oporto, autora del lúcido ensayo Lumpenconsumismo, saqueadores y escorias varias, que miraron con ojo crítico el relato “oficial” del 18 de octubre en medio de la compleja efervescencia de la época).
Hoy, cuando Chile se encuentra probablemente en la época más oscura de estos últimos 30 años de democracia (que languidece, es imperfecta, corrupta y todo, pero al fin y al cabo se mantiene más o menos como democracia), y eso mismo es lo que deja entrever la cuña que con urgencia declaraba Peña y que fue elegida por La Tercera para titular la entrevista, el hecho de que la figura del columnista más importante de este tiempo sucumba a semejante cantidad de lugares comunes, errores y porfías que no solo no nos llevarán a ninguna parte, sino que, de seguir como vamos, derechamente precipitarán a Chile por una senda peor para todos, da para seguir deprimiéndose y tal vez reafirmar la importancia de mantenerse una vez más, por razones de salud mental, lejos de la contingencia.
…tras la reciente elección en Colombia del ex guerrillero, Gustavo Petro:
Cabe recordar que, al momento de publicar esta infografía, Quito se encuentra bajo ataque, como parte de lo que ya constituye a estas alturas una verdadera tradición latinoamericana: me refiero, por supuesto, a los sistemáticos intentos de derrocamiento de gobiernos de centroderecha por la vía violenta. Asimismo, todo parece indicar que Brasil se encuentra a solo una elección presidencial de volver a caer en manos de la izquierda “de inspiración bolivariana”.
Supongo que es cierto lo que dicen por ahí: emigrar a otro país de Latinoamérica es como cambiarse de camarote en el Titanic.