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relato

Aventuras fotográficas en la urbe

(“Everybody Street” / CHERYL DUNN)

Una de las cosas más divertidas de hacer street photo, como atestiguará cualquiera que le haya dedicado muchas horas al oficio, son esas interacciones rápidas, transitorias y pintorescas que se dan de vez en cuando con algún sujeto random en la calle.

Ahora bien, si hablo de interacciones “rápidas” y “transitorias” es porque, desde luego, aquellas conversaciones más extensas que se puedan dar con, digamos, un sujeto a retratar, representan un mundo aparte; algo más profundo y definitivamente menos “pintoresco”.

Cabe acotar igualmente -aunque en esta ocasión particular no resulta del todo relevante- que parezco ser la clase de personas a quien, por alguna razón, siempre se le acercan mendigos, “locos” y otros tantos especímenes simpáticos propios de la fauna callejera. Eso, desde luego, otorga sus ventajas.

El por qué de esto último no deja de ser algo un tanto misterioso. Tengo varias teorías acerca de ello, pero en este caso diré que probablemente tenga algo que ver con el hecho de tener una apariencia inofensiva, incluso coronada por el uso de lentes (lo que sí resultará relevante en este caso).

Como sea, una de aquellas interacciones al paso y pintorescas en el ejercicio de la fotografía callejera se dio el año pasado, en las cercanías del balneario municipal de Antofagasta. Iba en micro cuando de pronto observé una postal muy llamativa: un niño pequeño, con parca, capucha y una mascarilla -eran tiempos de pandemia- vendía en un semáforo lo que parecían ser golosinas. Y si bien es cierto que imágenes de ese tipo son muy recurrentes en el norte, dado el descalabro inmigratorio de procedencia principalmente venezolana, esta vez no había ningún adulto cerca.

La imagen me pareció tan escandalosa y digna de ser retratada que me bajé apresuradamente de la micro, incluso cuando aún me faltaban varias cuadras para llegar a casa.

Caminé unos cuantos metros y observé desde la seguridad de una relativa lejanía: debía familiarizarme con el entorno y más o menos pensar la captura. Por lo demás, el hecho de que el niño no se alejara del semáforo, ofreciendo sus productos a los vehículos que se detenían ante cada luz roja, jugaba fotográficamente a mi favor.

De pronto los planetas se alinearon: una patrulla policial se detuvo varios autos más atrás del que iniciaba la hilera. Y como cualquier vendedor de semáforos sabrá (a modo de anécdota comento que alguna vez fui vendedor de diarios en un semáforo), la ruta a pie se inicia mecánicamente desde el primer auto hasta los de más atrás, tan lejos como el tiempo de la luz roja lo permita. De esta manera, el trayecto del niño se proyectaba de forma ineludible al Dodge de baliza verde y me daba algunos segundos para reaccionar.

Fue uno de esos momentos de pensamiento rápido donde las nociones estéticas, políticas y de todo tipo se conjugan en un borrador de imagen ideal dentro de la cabeza, más rápidamente que cualquier posible articulación lingüística incluso a modo de monólogo interior. ¿Un niño solo vendiendo en un semáforo con una impávida patrulla de fondo que simplemente seguirá su camino? Ahí podía haber algo.

Eché una carrera digna de Usain Bolt desde la esquina en que me encontraba hasta el semáforo en cuestión y seguí la espalda del niño unos pocos metros, solo lo suficiente como para no pisarle la cola y para que el encuadre de 35mm de mi lente fijo alcanzara también a capturar algo del contexto, incluyendo por cierto al vehículo policial.

Entonces, consciente de la ruindad de lo que haría a continuación, pero sin que ello me importara demasiado (debe ser, hasta donde recuerdo, una de las muy pocas capturas fotográficas donde he actuado de esta manera), intervine la escena, a efectos de obtener algo más que la espalda del menor; un pequeño cuya estatura, que yo calculo apenas de un metro cuarenta, debía evidenciar una edad de unos 8 años. Esperando capturar su rostro, grité.

“¡Oye, niño!”.

El niño se volteó sobre sus inusualmente delgadas piernas, se bajó la mascarilla y descubrió un rostro de anciana. Entonces con voz chillona me gritó: “¡no soy un niño, soy una señora!”.