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nostalgia

Oda a la vieja Web

No hace falta estar muy versado en materia de diseño o programación para darse cuenta de que -al menos en el momento en que se publican las presentes líneas- este sitio posee una estructura y appeal  bastante… “peculiares”.

Los más cínicos podrán decir que pareciera que fue hecho a la rápida, sin un ápice de cariño y conocimiento o simplemente por un vago (en cualquier caso esto último tiene bastante de cierto). Los más perspicaces advertirán que se trata de un esfuerzo consciente por replicar el estilo de la Web de hace 20 años.

Aquella era una buena época para internet. No necesariamente porque “todo tiempo pasado fue mejor” -aunque reconozco mi indiscutible sesgo nostálgico-, sino por verdaderas razones de peso (ya veremos que esto último es, además, literal). Ciertamente no era perfecta y en no pocos aspectos era incluso peor que la actual. Así y todo, el balance termina favoreciendo a la vieja internet.

Y es que en la Web de hace 20 años no existían conceptos como Google Ads, SEO y monetización. Ingresabas a un blog como este y no tenías que enfrentarte a un pop-up insoslayable con un mensaje estúpido de un autómata con cara de payaso y corte caribeño, tipo “mentalidad de tiburón”, convencido de que por utilizar un lenguaje asertivo y falsamente cercano caerías rendido a sus sabios pies: “Hola, ¿cómo te encuentras? Espero que excelente. Te agradezco tu visita. ¿Quieres aprender de marketing? ¡Suscríbete aquí, que quiero compartir contigo los 10 mejores secretos del mercado! Además recibirás gratis mi e-book sobre coaching y plantación de pepinos etc.”.

Una F por los buenos tiempos.

En la Web de hace 20 años, una inocente y verdaderamente artesanal antes que comercial, imperaba un espíritu de genuina camaradería, curiosidad, experimentación y aprendizaje -solo se conectaban los que más o menos sabían lo que hacían-, no uno de explotación económica y vigilancia promovido inocente e inconscientemente por gente que tal vez jamás debió conectarse a internet.

En la Web de hace 20 años, los ligeros y funcionales sitios de la red de redes tardaban minutos en cargar, sí, pero por la lentitud de las conexiones telefónicas, no porque aquellos estuvieran diseñados por soy-devs millennials, fanáticos del bloatware yempecinados en crear adefesios que, para poder mostrar un mero título, un texto de 500 caracteres y un par de imágenes, terminan pesando 20 MB a puro Javascript, cookies, trackers y demás basura, incluso -sobre todo- cuando se trata de la web corporativa de ciertas empresas que dicen adorar el “minimalismo”.

(Aprovecho de asumir, no sin algo de vergüenza, que este sitio web no es más que una pobre emulación visual hecha con WordPress y una plantilla propietaria, pues aún me falta mucho HTML y CSS por aprender. Con todo, no tengo problema en reconocer esto último. Estudié derecho, no informática, y cuando chico me la pasaba leyendo cosas, no jugando con la terminal en un PC pre Intel Pentium. Además, también salía a la calle a correr con los vecinos en vez de encerrarme a jugar Dungeon and Dragons en el sótano con amigos imaginarios.)

Como sea, el objetivo de este post no es detallar todas las razones por las que el internet de antes era mejor que el actual (para eso desvariamos en un podcast completo por una hora), sino evocar ese zeitgeist virtual noventero-dosmilero, explicar un poco el razonamiento detrás de la decisión estética de quien escribe, y animar a quien se interese por dicha estética y ese viejo espíritu ciber-aventurero a indagar un poco más en el universo de cierta movida actual, un tanto desconocida pero bastante fascinante…

Grandes bloques de concreto

Hay gente del ámbito del diseño web que, en un arranque de verdadera creatividad y esnobismo, ha osado denominar al movimiento actual que busca emular esa vieja estética Web como “brutalismo”, tomando prestado el concepto, evidentemente, desde la arquitectura, el modernismo y el trabajo de Le Corbusier.

No soy el primero en plantear mis dudas sobre el concepto puesto que, al margen del razonamiento que supuestamente habría detrás -una suerte de analogía en cuanto a las estructuras crudas y funcionales-, la verdad es que poco tienen en común la arquitectura de edificios setenteros erigidos en Europa del Este y el diseño de sitios web que muchas veces hasta se exceden en lo barroco, rayan en lo kitsch y resultan ser un verdadero festival de flashes y colores, con GIFs chillones que podrían desatar un ataque de epilepsia a cualquiera, y con títulos en WordArt cuya utilización más allá de las portadas de trabajos escolares debiera estar penada por ley.

Bien hecho, camarada programador. El Secretario del Partido estaría orgulloso.

Otros hablan simplemente de la small web: una suerte de ecosistema invisibilizado por los grandes buscadores, los algoritmos y el exceso de ruido que, relegado a un oscuro rincón de internet, existe y se mantiene por y para aficionados nostálgicos que, como yo, extrañan esa vieja Web y sus valores de forma y fondo.

Más allá de la denominación, lo cierto es que esta tendencia, minoritaria o no, existe y es una a la que vale la pena echarle un ojo. Por ello, además de diseñar el pequeño y patético tributo digital en el cual estas líneas son publicadas, quisiera compartir algunos recursos modernos para al menos infartar a cualquier ñoñomayor de 30, con una buena sobredosis de nostalgia.

Algunos recursos y referencias

Blogs y sitios web personales

Servicios

La entrada a las puertas del cibercielo.

Manifiestos a favor de webs más simples

Bonus track

Del minimalismo

Es importante hacer una distinción a la luz de estos ejemplos. Como podrá apreciarse, un sitio web moderno pero diseñado al estilo noventero no necesariamente es sinónimo de sencillez, limpieza visual o “minimalismo”. Ya hemos visto que una web hecha antes del cambio de milenio perfectamente puede pesar unas meras decenas de KB y, en lugar de lucir una prístina y elegante concatenación de letras negras en Times New Roman sobre un fondo blanco con apenas uno que otro hipervínculo a la vista, parecer una obra colorinche parida por Andy Warhol después de recibir las explosiones multicolores de una docena de huevos paridos -esta vez literalmente- a través de la vagina de Milo Moiré.

Por otra parte, un sitio actual con una estética “minimalista” tampoco es  necesariamente uno liviano y sencillo como los que se programaban hace veinte años. Pregúntenle si no al mencionado creador de Pinboard y experto en el tema, Maciej Cegłowski; malamente un fan del trabajo hecho por los diseñadores y programadores de apple.com con sus decenas de megabytes a cuestas, sus ridículamente gigantes e incómodos espacios en blanco y su elegante chickenshit minimalism, al que, de hecho, define como: “the illusion of simplicity backed by megabytes of cruft”.

Se trata, en definitiva, de dos cosas diferentes, pero estrechamente relacionadas y que muchas veces se cruzan.

Pirámide alimenticia de un diseño web saludable (© idlewords.com)
Cómo es en la realidad (© idlewords.com)

Ahora bien, gran parte de lo que pueda rescatarse de este artículo tal vez no pase de ser una cuestión  lúdica y nostálgica, es cierto. A ratos puede parecer estimulante perderse por horas y horas navegando en una red de hipervínculos, directorios y webrings. Después de todo, ¿quién necesita sentir aquellos aromas campestres asociados a los secretos culinarios de nuestras abuelas, cuando el simple GIF de un obrero de la construcción tirando pala o un MIDI de 8 bits puede retrotraernos rápidamente a nuestra más tierna infancia?

También existen, desde luego, las conclusiones eminentemente prácticas: aquellas que desde las cada vez más remotas tierras del sentido común nos dictan y recuerdan que los sitios web debiesen volver a diseñarse y programarse con miras a cumplir ciertas metas: reducir el peso; disminuir los tiempos de carga; podar los trackers, ads y demás porquería digital. O en simple, nada más debiesen volver a diseñarse y programarse con miras a cumplir un único y gran principio: complacer al usuario de internet y hacer su vida lo menos frustrante posible.

Sin embargo, me parece que hay algo más que rescatar desde el espíritu y la piel de esa vieja Web; algo tal vez un poco más profundo y profundamente filosófico. Estoy pensando en el valor, incluso artístico, del minimalismo. Pero del auténtico minimalismo, no de la prostituida sombra conceptual en plan New Age sobre la que hoy se escriben libros de autoayuda y miles de blogs.  Hablo de la fotografía purificadora y terapéutica de Michael Kenna; de la literatura pulcra y podada como un bonsai que puede encontrarse en un haiku o incluso en el paradójicamente elaborado estilo de Hemingway.

Muchos podrán dar fe de que uno de los ejercicios más difíciles en cualquier manifestación artística es dejar afuera, soltar; aprender cuándo enough is enough y a decir “basta”. Como clamaba Steve Jobs -no me pierdo la ironía-: “Simple can be harder than complex: You have to work hard to get your thinking clean to make it simple. But it’s worth it in the end because once you get there, you can move mountains.” Hacer del “menos es más” de Van der Rohe una guía práctica más que un lugar común es complejo y probablemente uno de los estadios finales en cualquier sendero creativo. Pero el resultado paga: la satisfacción obtenida, aunque no sea el objetivo, resulta terapéutica y adictiva. Y para el espectador también.

© lifeseven.com

Diseñar o programar una web, creo, no es distinto. Como en la fotografía, como en la literatura, como en el cine o cualquier otra manifestación creativa, es importante aprender a dejar solo lo esencial, a encaminar la mente y el espíritu -o más bien apaciguarlos- a dejar de lado las aprehensiones y las obsesiones, a descubrir qué es lo esencial.

Las palabras de un gran programador -y filósofo- en su presentación dirigida a colegas, sobre el estado actual de la web, resultan inspiradoras:

I want to share with you my simple two-step secret to improving the performance of any website.

1. Make sure that the most important elements of the page download and render first.

2. Stop there.

You don’t need all that other crap. Have courage in your minimalism.

Maciej Cegłowski

Apple da muerte oficial al iPod y marca el fin de una era

Hace solo unos meses celebrábamos el cumpleaños número veinte del iPod. Lamentablemente, en esta oportunidad toca asistir a un funeral. Apple ha anunciado en su sitio web, esta misma semana, la descontinuación de la línea iPod Touch. De esta manera la compañía de Cupertino da muerte oficial al iPod y fin a una era.

Muchos podrán incluso sorprenderse de que la marca “iPod” siguiera viva, habida cuenta de que dichos dispositivos ya prácticamente habían sido erradicados del radar del consumidor promedio, con muchos de ellos, incluso, de seguro hasta olvidando su existencia.

Siendo justos, y considerando que el hasta hace poco sobreviviente iPod Touch nunca fue en realidad más que un iPhone con specs desactualizadas y sin antena telefónica, podría decirse incluso que el iPod como producto ya llevaba muerto un buen tiempo, ya que todos los demás modelos —iPod Classic, nano y Shuffle— habían sido descontinuados hace años. Con todo, al menos ahora puede decirse que la muerte del iPod es oficial y que ya no queda remanente alguno en existencia, más allá del “espíritu” que, como bien dice el SVP de marketing global de Apple, aún vive. Un espíritu que, por cierto, aún puede encontrarse en dispositivos contemporáneos como el iPhone o el iPad.

Today, the spirit of iPod lives on. We’ve integrated an incredible music experience across all of our products, from the iPhone to the Apple Watch to HomePod mini, and across Mac, iPad, and Apple TV.

Greg Joswiak, Apple’s senior vice president of Worldwide Marketing

Al margen de la exitosa e interesante historia del iPod (que se podrá encontrar fácilmente en cualquier sitio o canal de tecnología), es necesario destacar su importancia como objeto de culto, como antecedente de otros dispositivos que conforman el zeitgeist contemporáneo e incluso su conveniencia aún en estos días como dispositivo de reproducción musical portátil.

F.

Un reproductor de música dedicado en 2022

Confieso de entrada mi predilección, a la hora de escuchar música de forma personal, por un dispositivo dedicado o especializado. No se trata solo de una cuestión práctica —no uso smartphone—, pues aun cuando tuviese un llamado teléfono “inteligente”, estos últimos entregan una experiencia de uso que cada vez banaliza más la escucha musical. Dicha experiencia convierte al de por sí ya frío y abstracto archivo digital en un mísero commodity, accesible de manera instantánea de entre un catálogo virtualmente ilimitado de canciones que, o bien se ven interrumpidas con anuncios (¿escuchar el Dark Side of the Moon con un ad de reggaetón entre Brain Damage y Eclipse? Atroz), o bien nos obliga a pagar una mensualidad como si del colegio del cabro chico o la cuenta del agua se tratase (y que en cualquiera de los dos casos, además, se paga con nuestra información personal).

En estos tiempos hipermodernos de, como diría Byung-Chul Han, “no-cosas”, cuando la norma no es escuchar a determinado grupo o disco, sino que “Spotify”, disfrutar de la música personalmente adquirida, almacenada y catalogada en un objeto de mi propiedad, y mediante botones reales con una experiencia verdaderamente táctil —aun cuando se trate de archivos digitales—, se siente casi como volver a los tiempos del Walkman, con una experiencia más pausada y reflexiva, más cool y con más “personalidad”.

Esta idea es incluso rescatada en una excelente película, de relativamente reciente factura: Baby Driver. En ella, el coprotagonista indiscutido es, precisamente, el iPod (y no cualquiera, sino el Classic, con su característico tamaño mayor al de los otros y su Click Wheel). Así, Baby no solo colecciona (y compone) su propia música, también colecciona diversos modelos de iPod.

Pero no se trata solo de ficción o parecer hipster. Volviendo a lo factible de usar un dispositivo musical dedicado a día de hoy, aparecen allí también otras ventajas: la batería puede llegar a durar bastante más que la de un teléfono, no se depende de una conexión permanente a internet y existe un control absoluto sobre la música que escuchamos.

Más de alguno podría pensar que los únicos reproductores portátiles sobrevivientes en estos tiempos son aquellos fabricados por marcas de nicho como Fiio o Creative. Sin embargo, y como ya adelantaba, este humilde servidor utiliza su propio iPod Classic de quinta generación —aka “iPod Video”— a diario y sin problema alguno.

Para esto, sin embargo, se hace necesario practicar algunos mods. El primero y más necesario es por supuesto el cambio de batería por una nueva —idealmente una más grande que la incluida de fábrica—,  ya sea que se adquiera un iPod Classic sellado de fábrica o usado. El segundo, si bien no necesario pero sí extremadamente recomendable, es el llamado iFlash, consistente en instalar un pequeño adaptador que permitirá reemplazar el lento y limitado disco duro original por una tarjeta de memoria flash, más rápida y con cientos de GB de almacenamiento.

En cualquiera de los dos casos hay que destacar que el proceso de modificación es, salvando el paso en que se abre la carcasa del iPod a la fuerza, extremadamente sencillo, incluso para gente con manos torpes, genio limitado y/o escasa habilidad de modificación de hardware como quien suscribe.

Un objeto de culto

En un sentido fetichista, el iPod ha sido objeto de veneración por décadas. Sorprendiendo a todo el mundo ya con su primera generación, apenas iniciado el nuevo milenio, y haciendo gala de un diseño minimalista, sofisticado, futurista y distintivo, el iPod ha sido admirado por cientos de artistas, diseñadores industriales y coleccionistas que, sin empacho, lo sitúan en un selecto panteón de objetos electrónicos que hicieron historia, marcaron épocas y constituyeron, precisamente, hitos culturales. Hablo de dispositivos de la categoría de nada menos que el Walkman original de Sony, el Game Boy “ladrillo” de Nintendo o la Polaroid SX-70.

Los autores intelectuales de semejante proeza del diseño industrial e ingeniería son Tony Fadell, Jony Ive y, por supuesto, Steve Jobs. La belleza del resultado logró trascender a tal nivel que no solo son cientos los coleccionistas de iPods en internet que, cual Baby, se dedican a almacenar tantos modelos y colores como sea posible, sino que también ha concitado el interés de diversos espacios expositivos de renombre mundial, tales como el MoMA en Nueva York o el Science Museum en Londres, en cuyas colecciones se encuentran sendos ejemplares de esta maravilla tecnológica.

La filosofía detrás de un auténtico proto-iPhone

Muchas veces se dice que el iPod probablemente ha sido el producto más Apple de todos. Con esto se quiere expresar que se trata del dispositivo que mejor encarna el famoso “it just works”, la meta declarada de hacer una tecnología tan accesible como sea posible para el usuario promedio, y la filosofía del “hacer una sola cosa y hacerla bien”.

Este último es ciertamente un arte perdido. Cuando la sociedad del 2022 es una empecinada en hacer de la vida algo tan cómodo y conveniente como sea posible (a veces molestamente conveniente), tener un aparato viejo abocado a una sola función puede parecer algo torpe. Sin embargo, algo de artesanía hay en una producción indiscutiblemente masiva e industrial cuando, a pesar de tales características, ha sido diseñada para ofrecer un uso específico en un mar de objetos aburridos y rebosantes de funciones innecesarias; objetos que han dejado de resolvernos la vida para, incluso, llegar a complicárnosla con problemas nuevos e innecesarios.

Es el arte perdido del minimalismo.

Presentación del iPod original.

Como sea, para bien o para mal, la sociedad global cambió para siempre el 2007, una vez que Steve Jobs presentara el primer iPhone ante los ojos incrédulos del mundo entero. Y el iPhone en buena medida fue posible solo porque existió antes el iPod: un objeto que permitió a Apple perfeccionar el arte de la miniaturización del hardware, así como progresar a pasos agigantados en materia de software diseñado para dispositivos del tamaño de una baraja de naipes.

No oculto que la nostalgia me lleva a añorar ciertos tiempos más sencillos, tiempos previos a la pandemia de la adicción digital y la locura global en que nos hemos sumergido durante una década y media.  Por eso es que a veces me resulta grato ponerme los audífonos, cerrar los ojos y poner el (What’s the Story) Morning Glory de Oasis en un pequeño dispositivo offline que, como anunciaba uno de sus padres el día de su nacimiento, permitía almacenar 1.000 canciones en apenas el tamaño de una baraja de naipes.

Larga vida al Rey.