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música

Escuchar Kid A en 2023 (un nuevo y fatídico 2000)

Hace no mucho Radiohead lanzó Kid A Mnesia, una edición conmemorativa de 20 años (un negocio bastante de moda, lo sabemos) tanto del mítico Kid A (2000) como de su sucesor, Amnesiac (2001). Con todo, lo más interesante es que, con ocasión de dicho relanzamiento, Thom Yorke volvió sobre sus textos, garabatos y trabajos visuales de la época con el diseñador de la banda y artista, Stanley Donwood.

Como fan declarado del arte de Yorke y Donwood —y ciertamente del Kid A, así como Amnesiac— no pude evitar zambullirme por un agujero de conejo que me llevaría finalmente a conocer el libro homónimo de ambos, algunas entrevistas conjuntas y el cautivante “videojuego”/exposición virtual.

Stanley Donwood y Thom Yorke en el taller del primero.

Imbuido de esos escritos, sonidos y pinturas bizarras es que me puse a reflexionar.

Cuando se repasa el catálogo de Radiohead y la que para la mayoría es su obra maestra, OK Computer (1997), la crítica especializada suele alabar no solo la calidad monumental del tantas veces encumbrado “mejor disco de los noventa”, sino también la forma tan acertada en que Yorke logró capturar tanto en sus letras como sonidos el zeitgeist de la época.

Dicen que OK Computer retrató a la perfección la alienación de fines de los noventa ante el inminente —y por muchos temido— cambio de milenio: consumismo desatado, un ritmo de vida cada vez más frenético, la inminente robotización y digitalización de todo, el nihilismo y su falta de respuestas; una suerte, se dijo más de alguna vez, de The Dark Side of the Moon moderno. (No pocas veces también se ha dicho que Radiohead sería una suerte de Pink Floyd contemporáneo, no tanto por sus sonidos evidentemente distintos, sino más bien por lo rupturista de ambas bandas en sus respectivos contextos musicales. Con todo, no nos perdemos la ironía de que Pink Floyd debe ser la banda más odiada por el quinteto de Oxford.)

Sin embargo, creo que de alguna extraña y abstracta manera, el retrato psicosocial logrado tres años más tarde en Kid A es una proeza audiovisual —kudos a Donwood y su artwork— aún mayor.

Indisolublemente atado a la propia crisis existencial de Thom Yorke tras el éxito comercial de OK Computer, Kid A representa, tanto en su sonido como en el imaginario visual que el susodicho y Donwood cocrearon, una obra etérea con atmósferas angustiantes, opresivas y a ratos, por qué no reconocerlo, depresivas, que ahora debe hacerse cargo de guerras en suelo europeo, crisis económicas, el apocalíptico bug Y2K y la sensación de que el fin de la humanidad, una vez más, está cerca. Quiebres globales e individuales por doquier.

Es cierto: así como la humanidad jamás ha vivido exenta de desastres, la industria de la prensa jamás ha vivido de noticias felices, y esperar lo contrario, francamente, sería seguir pensando a la manera en que lo hace un adolescente iluso que todavía cree en Santa Claus y un mundo sin dinero. Sin embargo, cuando uno lee ciertas noticias a día de hoy, no puede evitar sentir que el contexto global hace que Kid A esté más vigente que nunca, ¡incluso más, tal vez, que en el momento mismo de su lanzamiento hace 23 años!

Y es que abrir cualquier sección internacional de noticias en este preciso momento es recordar que vivimos bajo —o intentamos sobrevivir a— la pesadillesca tiranía del algoritmo y las redes sociales, el Big Data, la adicción a las pantallas y las consiguientes pandemias de ansiedad y depresión; o bien la demolición, a manos de la revolución digital y sus acólitos acríticos, de ya ni siquiera lo artesanal, sino derechamente lo material y lo permanente; o la sistemática violación de la privacidad y la al fin cumplida promesa distópica de un totalitarismo político-social basado en el control telemático.

Abrir cualquier sección internacional de noticias en esta era de Deep Webs, deepfakes y fake news es también recordar la incertidumbre financiera en los Estados Unidos y el mundo, así como la sombra —nunca desaparecida del todo— de una extinción masiva, sea a raíz de un puto virus chino, una nueva perspectiva de guerra nuclear, o incluso una maldita y súbita explosión en el desarrollo de la inteligencia artificial cuyas consecuencias el mainstream aún no alcanza a comprender y sobre la cual los mismos involucrados ciernen sus advertencias día tras día.

(Además, experimentado en Chile se siente peor: a la pesadillesca sucesión de eventos globales de estos últimos cuatro años debe agregarse la precedente explosión de una terrible crisis local de índole política, social, económica y de seguridad; felizmente celebrada por muchos durante su gestación en octubre de 2019, hoy lamentada en un mar de lágrimas por los mismos que la propiciaron con inadvertida, negligente e idiota complicidad.)

Stanley Donwood: “Trade Center”, acrílico sobre lienzo (2000)

Insisto: es verdad que cualquier día en la vida de un hombre es suficientemente fértil para abrir el portal de noticias internacionales de turno y encontrarse con una plétora de eventos nefastos (cuya colocación, incluso, podríamos razonablemente especular ha sido orquestada por una élite global a efectos de echar mano a una herramienta de control tan útil y vieja como la propia maldad humana: el miedo). No obstante, con la misma majadería reitero que la sinfonía de contingencias actual tiene sus particularidades.

No digo que el mundo se vaya a acabar mañana. Lo más probable es que, como en el 2012 y las otras decenas de momentos de delirio colectivo que le han antecedido por siglos, a la Tierra aún le queden muchas traslaciones alrededor del sol con nuestra grata presencia a cuestas. Sin embargo, la sensación colectiva de pesimismo y fatalidad, que en sí misma algo ha de valer, parece estar presente una vez más e imponerse.

¿No es acaso peculiar cómo mientras suenan los trombones apocalípticos de The National Anthem, cambia nada más la bandera de los suelos sobre los que se derraman sangre y casquillos; Kosovo a fines de los ‘90, Ucrania a día de hoy? ¿O cómo la delirante y paranoica Idioteque sirve para escenificar un antiguo temor al bug Y2K (al final tan inocuo como hilarante su recuerdo) que hoy se encarna en el terror al advenimiento de una I.A. general?

Esta parece ser una época en la que al mundo, curiosamente y nada menos que 23 años más tarde, Kid A le viene, en calidad de banda sonora, como anillo al dedo.

Apple da muerte oficial al iPod y marca el fin de una era

Hace solo unos meses celebrábamos el cumpleaños número veinte del iPod. Lamentablemente, en esta oportunidad toca asistir a un funeral. Apple ha anunciado en su sitio web, esta misma semana, la descontinuación de la línea iPod Touch. De esta manera la compañía de Cupertino da muerte oficial al iPod y fin a una era.

Muchos podrán incluso sorprenderse de que la marca “iPod” siguiera viva, habida cuenta de que dichos dispositivos ya prácticamente habían sido erradicados del radar del consumidor promedio, con muchos de ellos, incluso, de seguro hasta olvidando su existencia.

Siendo justos, y considerando que el hasta hace poco sobreviviente iPod Touch nunca fue en realidad más que un iPhone con specs desactualizadas y sin antena telefónica, podría decirse incluso que el iPod como producto ya llevaba muerto un buen tiempo, ya que todos los demás modelos —iPod Classic, nano y Shuffle— habían sido descontinuados hace años. Con todo, al menos ahora puede decirse que la muerte del iPod es oficial y que ya no queda remanente alguno en existencia, más allá del “espíritu” que, como bien dice el SVP de marketing global de Apple, aún vive. Un espíritu que, por cierto, aún puede encontrarse en dispositivos contemporáneos como el iPhone o el iPad.

Today, the spirit of iPod lives on. We’ve integrated an incredible music experience across all of our products, from the iPhone to the Apple Watch to HomePod mini, and across Mac, iPad, and Apple TV.

Greg Joswiak, Apple’s senior vice president of Worldwide Marketing

Al margen de la exitosa e interesante historia del iPod (que se podrá encontrar fácilmente en cualquier sitio o canal de tecnología), es necesario destacar su importancia como objeto de culto, como antecedente de otros dispositivos que conforman el zeitgeist contemporáneo e incluso su conveniencia aún en estos días como dispositivo de reproducción musical portátil.

F.

Un reproductor de música dedicado en 2022

Confieso de entrada mi predilección, a la hora de escuchar música de forma personal, por un dispositivo dedicado o especializado. No se trata solo de una cuestión práctica —no uso smartphone—, pues aun cuando tuviese un llamado teléfono “inteligente”, estos últimos entregan una experiencia de uso que cada vez banaliza más la escucha musical. Dicha experiencia convierte al de por sí ya frío y abstracto archivo digital en un mísero commodity, accesible de manera instantánea de entre un catálogo virtualmente ilimitado de canciones que, o bien se ven interrumpidas con anuncios (¿escuchar el Dark Side of the Moon con un ad de reggaetón entre Brain Damage y Eclipse? Atroz), o bien nos obliga a pagar una mensualidad como si del colegio del cabro chico o la cuenta del agua se tratase (y que en cualquiera de los dos casos, además, se paga con nuestra información personal).

En estos tiempos hipermodernos de, como diría Byung-Chul Han, “no-cosas”, cuando la norma no es escuchar a determinado grupo o disco, sino que “Spotify”, disfrutar de la música personalmente adquirida, almacenada y catalogada en un objeto de mi propiedad, y mediante botones reales con una experiencia verdaderamente táctil —aun cuando se trate de archivos digitales—, se siente casi como volver a los tiempos del Walkman, con una experiencia más pausada y reflexiva, más cool y con más “personalidad”.

Esta idea es incluso rescatada en una excelente película, de relativamente reciente factura: Baby Driver. En ella, el coprotagonista indiscutido es, precisamente, el iPod (y no cualquiera, sino el Classic, con su característico tamaño mayor al de los otros y su Click Wheel). Así, Baby no solo colecciona (y compone) su propia música, también colecciona diversos modelos de iPod.

Pero no se trata solo de ficción o parecer hipster. Volviendo a lo factible de usar un dispositivo musical dedicado a día de hoy, aparecen allí también otras ventajas: la batería puede llegar a durar bastante más que la de un teléfono, no se depende de una conexión permanente a internet y existe un control absoluto sobre la música que escuchamos.

Más de alguno podría pensar que los únicos reproductores portátiles sobrevivientes en estos tiempos son aquellos fabricados por marcas de nicho como Fiio o Creative. Sin embargo, y como ya adelantaba, este humilde servidor utiliza su propio iPod Classic de quinta generación —aka “iPod Video”— a diario y sin problema alguno.

Para esto, sin embargo, se hace necesario practicar algunos mods. El primero y más necesario es por supuesto el cambio de batería por una nueva —idealmente una más grande que la incluida de fábrica—,  ya sea que se adquiera un iPod Classic sellado de fábrica o usado. El segundo, si bien no necesario pero sí extremadamente recomendable, es el llamado iFlash, consistente en instalar un pequeño adaptador que permitirá reemplazar el lento y limitado disco duro original por una tarjeta de memoria flash, más rápida y con cientos de GB de almacenamiento.

En cualquiera de los dos casos hay que destacar que el proceso de modificación es, salvando el paso en que se abre la carcasa del iPod a la fuerza, extremadamente sencillo, incluso para gente con manos torpes, genio limitado y/o escasa habilidad de modificación de hardware como quien suscribe.

Un objeto de culto

En un sentido fetichista, el iPod ha sido objeto de veneración por décadas. Sorprendiendo a todo el mundo ya con su primera generación, apenas iniciado el nuevo milenio, y haciendo gala de un diseño minimalista, sofisticado, futurista y distintivo, el iPod ha sido admirado por cientos de artistas, diseñadores industriales y coleccionistas que, sin empacho, lo sitúan en un selecto panteón de objetos electrónicos que hicieron historia, marcaron épocas y constituyeron, precisamente, hitos culturales. Hablo de dispositivos de la categoría de nada menos que el Walkman original de Sony, el Game Boy “ladrillo” de Nintendo o la Polaroid SX-70.

Los autores intelectuales de semejante proeza del diseño industrial e ingeniería son Tony Fadell, Jony Ive y, por supuesto, Steve Jobs. La belleza del resultado logró trascender a tal nivel que no solo son cientos los coleccionistas de iPods en internet que, cual Baby, se dedican a almacenar tantos modelos y colores como sea posible, sino que también ha concitado el interés de diversos espacios expositivos de renombre mundial, tales como el MoMA en Nueva York o el Science Museum en Londres, en cuyas colecciones se encuentran sendos ejemplares de esta maravilla tecnológica.

La filosofía detrás de un auténtico proto-iPhone

Muchas veces se dice que el iPod probablemente ha sido el producto más Apple de todos. Con esto se quiere expresar que se trata del dispositivo que mejor encarna el famoso “it just works”, la meta declarada de hacer una tecnología tan accesible como sea posible para el usuario promedio, y la filosofía del “hacer una sola cosa y hacerla bien”.

Este último es ciertamente un arte perdido. Cuando la sociedad del 2022 es una empecinada en hacer de la vida algo tan cómodo y conveniente como sea posible (a veces molestamente conveniente), tener un aparato viejo abocado a una sola función puede parecer algo torpe. Sin embargo, algo de artesanía hay en una producción indiscutiblemente masiva e industrial cuando, a pesar de tales características, ha sido diseñada para ofrecer un uso específico en un mar de objetos aburridos y rebosantes de funciones innecesarias; objetos que han dejado de resolvernos la vida para, incluso, llegar a complicárnosla con problemas nuevos e innecesarios.

Es el arte perdido del minimalismo.

Presentación del iPod original.

Como sea, para bien o para mal, la sociedad global cambió para siempre el 2007, una vez que Steve Jobs presentara el primer iPhone ante los ojos incrédulos del mundo entero. Y el iPhone en buena medida fue posible solo porque existió antes el iPod: un objeto que permitió a Apple perfeccionar el arte de la miniaturización del hardware, así como progresar a pasos agigantados en materia de software diseñado para dispositivos del tamaño de una baraja de naipes.

No oculto que la nostalgia me lleva a añorar ciertos tiempos más sencillos, tiempos previos a la pandemia de la adicción digital y la locura global en que nos hemos sumergido durante una década y media.  Por eso es que a veces me resulta grato ponerme los audífonos, cerrar los ojos y poner el (What’s the Story) Morning Glory de Oasis en un pequeño dispositivo offline que, como anunciaba uno de sus padres el día de su nacimiento, permitía almacenar 1.000 canciones en apenas el tamaño de una baraja de naipes.

Larga vida al Rey.

Hoy se cumplen 20 años desde que el primer iPod viera la luz

“For the 20th anniversary of the iPod, we talk with the inventor of Apple’s iconic music player, Tony Fadell, who reminisces about working with Steve Jobs and the success of the device.”

Inventing the iPod: How ‘really big risks’ paid off for Apple

Por de pronto, quien suscribe sigue usando felizmente uno de estos para escuchar música día a día. Tengo el modelo blanco de quinta generación, lanzado en 2007 y conocido popularmente como “iPod Video”, modificado para llevar una tarjeta de memoria de 128 GB en lugar del disco duro original de 30 GB.

Indudablemente, el primer exitazo de Apple más allá del Mac y el germen de lo que luego serían la revolución de la industria musical, el iPhone y el actual zeitgeist.

(Pensándolo bien…)

Introducción del primer iPod hace exactamente dos décadas.